Por: Mgr. Fiorella Cava
Goicochea
Quisiera comenzar esta conferencia, refiriéndome al concepto básico
que tenemos de la Ciencia,
a la cual podemos definir como un conjunto de conocimientos racionales, sistemáticos,
exactos, verificables y por consiguiente, falibles. Por medio de la investigación científica, la
humanidad ha conseguido reconstruir conceptualmente el mundo que conocemos y
esta es cada vez más amplia, profunda y ha ganado exactitud con los elementos
que nos brinda el empleo de los medios tecnológicos. Cuando la Ciencia es aplicada al medio natural y
artificial, a la invención y manufactura de bienes materiales y culturales, la Ciencia consigue
deslumbrarnos con su avance, pero se convierte en tecnología, con minúsculas. Evidentemente, la información no consigue
llegar con precisión al total de los habitantes de este planeta por diversas
cuestiones que es vano detallar, pero cuando se trata de la Biología, la Sexología y la Psicología, que son
ciencias que se basan en el conocimiento verificable, deductivo que se llama
muchas veces conocimiento empírico que necesita a su vez de datos, enunciados,
proposiciones, comprobaciones o experimentos que conlleven factores o hechos
comprobables y verificables. La
racionalidad y la objetividad, basadas en el método científico, resultan
indispensables para establecer normas, conclusiones y verificaciones de
hipótesis que derivan en descubrimientos que nos han permitido profundizar
nuestro conocimiento del mundo que nos rodea o el que parte del interior de
nuestra corporalidad.
Cuando nos referimos a la condición congénita de la sexualidad del ser humano, podemos inferir y
establecer que esta acepción nos indica fehacientemente que las personas TLGBI carecemos
de fuerza de voluntad y capacidad para elegir nuestra propia sexualidad; por lo
tanto, solo la podremos descubrir en algún momento de nuestras vidas, mas no
modificar a pesar del patrón único que nos impone la heteronormatividad
hegemónica a través de la crianza, de la educación y la presión social. El verdadero sentido de nuestra sexualidad es
algo que tarde o temprano descubriremos, sobre todo cuando se trata de las
personas disidentes con la sexualidad heterosexista; en ellas, este proceso se
da de manera similar al de la mayoría de los seres humanos cuando el proceso de
identificarse con un género primero y luego cuando la persona descubre quien le
atrae y a qué género pertenece su contraparte.
El Dr. Francis Frank Mondimore, cuyo libro “Una historia natural de la homosexualidad”, me permito citar, llama a este descubrimiento el momento flash. Mediante el cual algunas personas logran
percatarse que son diferentes y que
en el caso nuestro, es algo de lo que no nos podemos negar, modificar ni renunciar
mediante el uso de la voluntad. La
posibilidad de que mediante el uso del libre
albedrío, concepto tan recurrido por la patrística religiosa, los
individuos podamos elegir, decidir u optar volitivamente nuestra propia sexualidad,
es un hecho que provoca escozor y temor en quienes nos denostan; sin embargo, es
una opción inexistente, ya que el ser humano carece de potestad para elegir
sobre su propia identidad sexual; de modo que constituye un mito o una falacia el afirmar alegremente, urbi et orbi, que: “todos/as los seres humanos nacemos siendo heterosexuales, pero que
factores externos nos convierten en
homosexuales, bisexuales, transexuales o transgénero”, cuando lo cierto es
que nuestra identidad de género queda fijada en nuestro cerebro antes de los tres
años de edad y que en el desarrollo posterior, ésta se irá afirmando y en algún
momento la descubriremos, más allá de lo que la educación, la cultura dominante
o la religión nos digan. Resulta
indignante que activistas TLGBI, incapaces y carentes de desbaratar estas
patrañas con el suficiente conocimiento para enunciar argumentos coherentes y
sólidos; replicar cuando nuestros detractores que nos enrostran la posibilidad de un cambio y denostan
nuestra falta de compromiso por curar
nuestra “patológica, perversa y abominable
sexualidad”. Encuentro a ciertos/as “representantes” de la diversidad, mediáticamente
populares, tan insulsos y escasos neuronalmente, que me da cólera escuchar sus
balbuceantes “argumentos” que no hacen sino ratificar la creencia de la mayoría
desinformada sobre una supuesta anormalidad nuestra.
Desde el punto de vista científico, nadie puede cambiar lo que
la naturaleza nos otorgó; esta es un mito, otra falacia que a costa de repetición
se ha convertido en una verdad mediática
que, desde estas líneas, nos permitimos interpelar y cuestionar de manera concreta,
con la contundencia que el embuste merece.
Con aparente indulgencia, los detractores de la disidencia
sexual, dejan incólume de toda crítica la intersexualidad
y ni siquiera se permiten mencionarla en su discurso de exclusión y condena,
porque los hechos demostrarían tácticamente la incongruente pretensión de que
solo existen dos sexos y que el género es un concepto técnicamente idéntico que
señalaría una correspondencia biunívoca sexo-genérica que la cultura oficial no
es capaz de sostener; pero no nos engañemos, porque en casi todos los casos, la
sociedad y los médicos se ocuparon de normalizar
tempranamente a la criatura mediante cirugías pretendidamente correctivas o con las posteriores. En la inmensa mayoría de casos, la persona
intersexual, presionada por la sociedad, la cultura y por la educación dicotómica en materia sexual que
recibió, en la mayoría de casos, para liberarse de una supuesta anormalidad que se establece sobre su
corporalidad, decide adaptarse al patrón hegemónico y dejar de lado cualquier
traza de ambigüedad sobre su cuerpo. Lo
cual nos permite conocer que la heteronormatividad compulsiva reprime la
exteriorización de nuestra sexualidad cuando esta no se adapta al patrón bigenerista; ello nos conduce, casi
en la totalidad de los casos, a tener que fingir pertenecer al grupo hegemónico
cuando descubrimos internamente que nuestra identidad sexual difiere del modelo
social trazado por los normópatas.
Cuando se trata de la identidad
de género de los seres humanos, podemos afirmar, basándonos en hechos
plenamente probados, que ésta queda fijada neuro-biológicamente hacia los dos
años y medio (como dijimos anteriormente) y que cuando la persona adquiere el uso
de razón, crece, piensa y se desenvuelve en sociedad, conociendo de manera
consciente o inconsciente el género al que realmente pertenece. En la inmensa mayoría de los seres humanos, la
dicotomía sexo-genérica coincide con el sexo que le asignaron al nacer los
médicos y la familia, salvo unas pocas excepciones (cuya prevalencia es del
0.33% y que es el caso que nos ocupa); en ese sentido, la sociedad, ignorante por
lo general en materia de sexualidad o peor aún, influenciada por creencias que
utilizan la Biblia
como referente, establecieron patrones biológicos provenientes del mito
creacionista de los cuales no conseguimos librarnos aún, a pesar de las pruebas. La sociedad, desconcertada ante lo evidente,
da como resultado que el entorno inmediato se angustie, porque no encuentra a
su alcance respuestas apropiadas para confrontar a lo que nos dice la cultura,
la presión social y los mitos que se tejen alrededor de la sexualidad humana al
respecto; al parecer, nadie se ocupa de defender la identidad de la criatura y
esta es conminada a asumir un género que no es el suyo, porque la morfología de
sus genitales externos indica lo contrario.
Podemos colegir entonces que cuando las personas transgenéricas exteriorizamos
lo que es natural, congénito e intrínseco para nosotros/as, enfrentamos la
transfobia del mundo adulto y tenemos que asumir consecuencias para las que
muchas veces no estamos preparadas… Hay
quien pueda pensar a priori que por
alguna razón ignota y malévola, fue nuestra decisión
querer cambiar la corporalidad que la naturaleza del orden simbólico de la sociedad, equivalente de lo que significa el plan divino del fundamentalismo
monoteísta. Basándose en este factor, el
reclamo vendrá de ese lado y nos adjudicará injustificadamente una supuesta
“rebeldía” contra nuestros padres, contra Dios o contra la familia, contra
quienes nos criaron o contra quienes amamos, estigmatizándonos con la etiqueta
de vivir en permanente pecado, fuera del orden natural de la Creación; pero cierto es
que este supuesto constituye algo que
al momento de descubrir nuestra
identidad no teníamos en realidad, en consecuencia se trata de otro mito
transfóbico que nos endilgan los normópatas con categórica vehemencia.
Hay, quien sostiene erróneamente que la educación que recibimos es determinante y fundamental para el
desarrollo de la sexualidad, argumentando para ello el desfasado concepto de
“lo aprendido”, que como hemos visto, es insustancial puesto que la identidad
sexual del ser humano es innata; más allá de lo cual, en casos como el nuestro el
transgredir la heteronormatividad pasa a convertirse en una anomalía a la que la cultura hegemónica
ha pretendido patologizar, como si se
tratase de una subversión al orden establecido, un cuasi delito y una enfermedad mental que puede ser clasificada, estandarizada, diagnosticada,
tratada y finalmente curada. Desde nuestra perspectiva, lo único que ello
ha conseguido es estigmatizar al grupo social afectado privándolo de sus
derechos más fundamentales, de la integración social y haciendo que la
intolerancia y la total falta de respeto hacia nuestra identidad encuentre
raíces para ejercer la segregación y la discriminación e inclusive fomentando
el ataque directo y los crímenes de odio contra nuestro colectivo. Solo me queda responder que, sobre la base de
mis estudios y del conocimiento que me brinda mi propia experiencia, que la Identidad de Género, en nuestro caso transgenérica (transexual en nuestro caso y, para colmo, no cisexual), pero cisgenérica para la mayoría,
es una condición congénita, que tiene que ver con una neuromorfología cerebral determinada y precisa que en todo caso,
solo es disfórica, si se pone como
equivalente este término con la discordancia en cuanto al aspecto fenotípico o
morfológico corpóreo, más no en cuanto a que pueda ser la manifestación de una
falla o trastorno mental.
Más allá de cualquier premisa académica, desde hace décadas, la
confusión de esta etiología con el aspecto electivo del rol que un individuo
puede adoptar a lo largo de su vida, ha sido sostenido por otras posturas, que han
llevado al feminismo a reivindicar que el Rol
Social de Género, que el Rol Sexual
de Género (o conducta sexual) y que la Identidad de Género (la forma como una persona se autopercibe desde el fondo de su propia
esencia), son esencialmente lo mismo sin haber profundizado ni cotejado estas
afirmaciones con evidencias verificables científicamente por lo cual podemos
deducir que la mundialmente famosa Teoría
Queer, es en realidad una hipótesis sociológica desprovista de basamentos
serios demostrables.
En esto tienen mucha responsabilidad los estudios
sociológicos del Género, que derivan del Feminismo
de la Segunda Ola, y
toda la literatura vertida al respecto en los foros académicos y políticos desde la década de los setenta, en especial la hipótesis
académica post-estructuralista queer que parte del error de negarle
toda validez científica a la
Neurobiología, a la Psicología y a la Medicina, a las que
tildan de ser los adalides del pensamiento machista del patriarcado dominante;
confundiendo el fondo del asunto bajo el relativismo de la variabilidad e
incluyéndonos dentro del amplísimo espectro de lo queer, que nada define y que todo confunde, conjuntamente con gays andróginos, confundidos y no definidos, con chicos swish afeminados y con chicas bush
masculinas o con una identidad de género aún no definida o asumida, con
transvestistas, travestis, trasvestistas, travestófilos, fetichistas, drag
queens, drag kings, pero también a personas perturbadas, extrañas y, en
general, todo un cúmulo de sexo/generidades inclasificables, confusas,
adoptadas, asumidas temporalmente, permanentes, cambiantes, aparentes, constantes, periódicas, esporádicas o en
todo caso, con una crisis de identidad no permanente, que podrían asumirse en
la forma correcta si procedieran de su parte a buscar ayuda psicológica y
encontraran su camino despejando dudas, temores exteriorizados, miedos internos
y falsas percepciones.
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Como se puede colegir, especialmente si poseemos un conocimiento
cabal de la realidad que estamos exponiendo, el concepto de lo queer es demasiado inconsistente y subjetivo,
especialmente cuando nos dimos cuenta del modo tan particular con el que, para
salirse con la suya, las teóricas queer
juntaron bajo una misma denominación todo aquello que resultaba incómodo para
encasillar taxonómicamente dentro de la cisgeneridad
hegemónica. El resultado fue que
ellas agruparon dentro de la “identidad” trans
al colectivo transexual, al transgénero y al transvestismo (cisexuales ambos), para clasificarnos, todos juntos y también revueltos, dentro de una inclusividad
transgenérica que engloba al cúmulo de variantes performativas,*
manifiestas o expresivas, que ellas denominaron clasificaron como
pertenecientes al concepto de lo queer. Desde nuestra perspectiva, parece que las iluminadas
visionarias académicas lesbo-feministas se permitieron esbozar su
hipótesis sobre la base del comportamiento social/sexual humano entre fuertes
dosis de marihuana, hachís y otras pepas, desestimando el concepto del núcleo de identidad de género (que fue la forma mediante la cual la Psicología pudo identificar desde el exterior, mediante el análisis de su expresión, lo que parte de nuestra actividad neuro-cerebral). Este último concepto, fue enunciado ante la comunidad científica en 1968 por el Dr. Robert Stoller, siendo ratificado por los estudios neurobiológicos del Dr. Zhou y sus colaboradores en
1990.
Tras la revolución hippie
de los sesenta, pero sobre todo a partir de los años setenta, el feminismo copó
puestos académicos, sobre todo en Sociología y Antropología de las principales
universidades norteamericanas, sin dejar de lado al naciente lesbo-feminismo, y
consiguió que sus organizaciones, constituidas en casas editoriales, publicaran
muchísima literatura e investigaciones con el auspicio de esas mismas
universidades, las cuales han venido siendo utilizadas una y otra vez por el
academicismo mundial para escribir libros que se basan en estos primeros libros
y, a su vez, estos en otros; lo cual es impresionante, pero que solo en
contadas ocasiones, se basan en hechos reales y objetivos, debidamente
fundamentados que se apoyen en la metodología científica. De cualquier forma, apoyada por los ingentes
recursos de las universidades norteamericanas, los postulados queer comenzaron a exportarse al mundo desde
ese entonces; hoy constituyen la columna vertebral de los Estudios de Género. Sin embargo, fuera de su contenido
reivindicativo por los derechos de la mujer, los derechos reproductivos y por
su visión liberadora de la opresión femenina, existe un componente transfóbico (insoslayable)
que afecta puntualmente la visión que tiene al academicismo acerca de la
transgeneridad, confundiéndola con una simple representación*, con un fuerte contenido narcisista o histriónico,
en muchos casos parafílicos, como sería el caso del transvestismo y sus múltiples
variantes; que en sí misma es solo una construcción
que puede ser deconstruida a voluntad, a despecho de quien “decida asumirla”, expresándome
de acuerdo a sus enunciados.
* Solo utilizo su enrevesada terminología.
Esto es algo sobre lo que trato frecuentemente en mis escritos o
en mis conferencias y forma parte de ese polimorfo
perverso freudiano, que carece de identidad de género real o que puede ser
variada bajo la influencia social externa, lo cual es otro mito que es
sostenido por algunos/as activistas, creyentes del dogmatismo queer que ocupan lugares destacados
dentro del movimiento TLGBI. Para resumir, debo manifestar que todos los
integrantes de la especie humana nacemos con una
identidad de género, que forma parte de nuestra propia sexualidad, con la
cual nos identificamos internamente desde que tenemos uso de razón; solo que en
algunos pocos casos, cuya prevalencia ha sido determinada por la Ciencia, existe una
discordancia subconsciente que puede permanecer en estado latente durante algún
tiempo y que se manifiesta de manera consciente en forma posterior sin tener
para ello una uniformidad temporal. Sin
embargo, el momento flash de la
identidad de género se da casi siempre en nuestra infancia o en la etapa
pre-puberal; lo cual implica que ocurre antes de que podamos saber cual es el
género que nos atrae o que nos gusta como complemento afectivo, romántico,
emocional o erótico; en otras palabras, la orientación toma como punto de
partida la identidad de género y no al revés, como he escuchado mencionar a
académicos/as, legos/as y opinólogos/as* cuando esparcen comentarios sin
fundamento ante los medios o ante los foros político-académicos.
El Rol Social, la apariencia, la conducta y el comportamiento,
como vehículo de expresión de nuestro fuero
interno, son generalmente
condicionados impositivamente por la familia y por nuestro entorno social
circundante. El desarrollo de nuestra
personalidad queda supeditado a los que los demás quieren que nosotros seamos,
es decir vivimos para cumplir un rol que encaje dentro del simbolismo social
que nos es impuesto y nada podemos hacer al respecto para cambiar mientras
seamos menores de edad y no podamos independizarnos económicamente de nuestros
progenitores. La sociedad cree que
nuestra personalidad es una especie de página electrónica a programar manos de un ordenador experto, para que
encajemos dentro del patrón de género cultural determinado que se constituye en
el orden simbólico al que nos hemos referido antes; por cierto, los ordenadores, a quienes hemos denominado normópatas, aprendieron a su vez de quienes los antecedieron y así nos remontaremos al periodo donde los hombres se apropiaron de la religión para establecer las bases de nuestra cultura y sobre este aspecto no se admiten variantes ni contradicciones porque todo ha sido debidamente sacralizado por reglas estrictas que no podremos alterar sin vernos reprimidos/as prontamente por los guardianes de la fe y de la cultura y por los mecanismos de control social.
* Comunicadores
que opinan sobre cualquier tema con docta pretensión.
De manera intrínseca, tanto la mujer como el hombre saben que la
una es mujer y que el otro es hombre, pero no por que se lo dicen o por que así se lo enseñaron, sino por que lo sienten; paradójicamente a cualquier
postulado que podamos plantear y a despecho de cualquier fundamento que pueda
sustentar estas apreciaciones: ni la sociedad, ni la religión, ni la cultura, conseguirán
condicionar la autopercepción que
tienen las personas sobre sí mismas. El
corolario no deseado es que en el caso de las personas que ostentamos una disforia de género, el hecho de tener un
aspecto físico distinto a nuestra
identidad real, nos causa conflicto por causa de una presión social transfóbica
que va en sentido contrario a la afirmación identitaria de nuestra
personalidad; mientras que nuestro entorno es guiado por lo aparente y por el
deseo de mantener el orden simbólico filosófico
que se asume bajo el axioma de lo natural;
pero tan solo consigue acrecentar la contradicción que nos imprime la
incongruencia de género que tenemos, por lo que en casi la totalidad de los
casos, debemos reprimir para no ser agredidas/os física, emocional o
psicológicamente, violadas/os, mutiladas/os, echadas/os a la calle y en algunos
casos (invisibilizados con celeridad por los medios) hasta asesinadas/os.
Si bien es cierto que la sociedad nos asigna un rol y unas reglas de comportamiento, por
el hecho biológico de ser varón o hembra, al cual no nos es lícito cuestionar, contradecir
o pretender alterar, la sociedad, la cultura, la religión y el Estado nos
conminan a permanecer dentro de un rol que internamente sabemos que no es “el
camino correcto”; en consecuencia, el hecho fáctico de sentirnos diferentes al
resto resulta, muchas veces, muy difícil para las personas transgenéricas. Este es un factor que nos desconcierta,
deprime y nos lleva a cuestionar la razón de nuestra propia existencia, siempre
desde un silencio que muy pocas de nosotras/os se atreven a romper pero que a
casi dos terceras partes de nuestro colectivo nos ha llevado a pensar o
intentar suicidarnos como respuesta a la transfobia interna o externa, logrando
en muchas ocasiones consumar el cometido; no en vano la estadística señala un
altísimo porcentaje de suicidios o intentos de suicidio en nuestra población
más joven, que particularmente en la pubertad y la adolescencia ve la
autoeliminación como única vía de escape para su “problema”. Indudablemente, en muchas ocasiones la
disforia de género ha sido inducida por la heteronormatividad dicotómica
biologista que nos es impuesta desde el exterior y que reprime cualquier
expresión de género contraria al patrón hegemónico; pero en otras, podemos
inferir que se trata de un conflicto interno, que nos permite inferir sobre la
preexistencia de trastornos ego-distónicos
de difícil pronóstico que van muchas veces asociados a otras tipologías
Saber quienes somos realmente, es el resultado de una identificación visceral, profunda,
irrenunciable, ineludible e inmodificable, que va más allá de lo que la
sociedad, la cultura y la religión pueda decirnos si estamos o no dentro
de lo correcto. Cuando nuestra identidad
de género coincide con nuestra morfología, no tendremos ningún problema; pero
si esta es diferente a lo que se espera de nosotras, desde muy jóvenes, la
sociedad, la cultura y la religión nos crearán todo un cúmulo de
conflictos que afectarán indubitablemente, de una manera cruel, atroz e
inhumana, nuestras vidas. La sociedad no
ha logrado evolucionar aún lo suficiente para poder entender el trance que ella nos causa, dado que
nuestra sexualidad es algo externo a nuestra voluntad y que el conflicto que se
genera, como consecuencia de la misma, es causado por su propia intolerancia;
en otras palabras, la agresión de la que somos víctima se debe a elementos
externos (introyectos) a nuestras
personas, sobre los que no tenemos ascendiente pero cuya consecuencia
debemos pagar muchas veces con nuestras
vidas.
En términos cuantitativos, somos muy pocos los seres humanos
que vivimos esta circunstancia sobre nuestras vidas, el resto amparará su
apreciación basándose únicamente en lo externo y sobre la base de su propia
experiencia, de modo que muchas veces su visión derivará en un rechazo contra
la persona diferente. Se emitirán, en
consecuencia, argumentos falaces que no resisten el análisis científico;
pero que, sin embargo, tienen que ver con prejuicios y creencias culturales,
políticas o religiosas profundamente enraizadas en el inconsciente colectivo. Todo se simplifica bajo un impertinente: “si tú
quieres, puedes cambiar”; cualquier dilación en contrario, bajo el subjetivismo
moral mayoritario, será tomada como signo de rebeldía, subversión, capricho o
persistencia en seguir trasgrediendo las normas y cometiendo un pecado. La intolerancia
social, que parte como resultante de esta sesgada apreciación, trae como
consecuencia directa no solo la violencia y la agresión, que será aplicada
indefectiblemente contra quienes nacimos con disforia de género, sino una injusta segregación y exclusión, que
parte de nuestro grupo social de origen, que percibe que somos una amenaza que
pone en peligro sus vidas, su sistema de vida y a su familia.
La estigmatización nos
reduce a una caricaturización estereotipada de nuestra persona quien pasa a
convertirse en el imaginario popular en una entidad abyecta, hipersexualizada,
pervertida y depravada, desprovista de cualquier rasgo de humanidad, que causa un
pavor irracional al grueso de la sociedad; esto no es cosa de juego, cuanto más
simplificada sea la imagen proyectada, peor será el rechazo. Para las Ciencias de la Comunicación y para
las Ciencias Sociales, nuestro colectivo se ha convertido en un objeto de burla
que no merece ser considerado sujeto de derecho; esto deberá ser tomado en
cuenta para cualquier análisis que se haga de ahora en adelante, porque de ahí
parte precisamente la transfobia (funcional,
institucional o la intencional), que termina justificando los crímenes de odio que se cometen en
nuestra contra sin que aparentemente a nadie le importe.
Por principio elemental, la democracia debería respetar los
derechos de las minorías, pero pretender dejar la consecución de nuestros
derechos civiles fundamentales, y los especiales, en manos de políticos
conservadores que manipulan o siguen los vientos que soplan las mayorías
ignorantes, mentecatas y fundamentalistas, incapaces de reconocer su
inapropiado, excesivo e intolerante comportamiento, es atroz. Sin embargo, esto es lo que se ha venido
haciendo hasta la fecha, no solo en el Perú, sino en el mundo; si por ellos
fuera, hace rato que nuestra comunidad hubiera sido suprimida de la faz de la Tierra, tal como los totalitarismos
trataron de borrar del mapa a quienes consideraron inferiores, peligrosos,
asociales, antisociales, enemigos del régimen o de la familia; sin considerar que tenemos derecho a que las familias que
hemos formado sean reconocidas y amparadas por las leyes del Estado, sin
discriminaciones de ninguna especie.
Somos personas como todas las demás y todas tenemos derechos amparados
por las leyes de la República,
la Constitución
y los Tratados Internacionales.
Como podemos deducir, la Sociedad es la causante directa de nuestros
conflictos existenciales; esta es una prueba más de lo dura que resulta la vida
para nuestro colectivo y esto va más allá de lo que cualquier simple mortal
pueda padecer en algún momento de su existencia. Para comenzar, nuestro entorno nos achaca un trastorno, que no tendría por qué
molestarle a nadie, pero para ellos se constituye en un cuasi delito social, argumentado
en el plano religioso que nos estigmatiza por haber cometido supuestamente el
abominable y nefando pecado de negar nuestra propia naturaleza; según sea el
caso, esto nos trae como consecuencia, que nuestro natural modo de actuar, pensar, vivir, amar o existir, se convierta
subjetivamente en un detalle inapropiado,
incorrecto y hasta peligroso
para el resto de la sociedad. Si a ello sumamos el machismo y la homofobia
imperantes en nuestra cultura patriarcal, de las cuales derivan la
misoginia o el desprecio por el género femenino, que en nuestro caso se aplica
tanto para las personas trans femeninas como hacia las masculinas; de ese modo,
cualquier persona transexual, transgénero e intersexual, cuya identidad de
género es negada o puesta en duda, es pasible de ser
agredida por la burla, el desprecio, el insulto o el ataque brutal y físico promovido
por ciertos líderes de opinión imprudentes e intolerantes que dogmáticamente
niegan la existencia de la identidad de género y que nos confunden
interesadamente con la homosexualidad (y a esta con la sodomía bíblica), lo que
trae como consecuencia lesiones graves o la muerte de la víctima.
Por lo anteriormente expuesto, el surgimiento de la transfóbia, se ve complementado cuando,
desde un punto de vista heteronormativo, se asume que la transexualidad y
la homosexualidad son la misma cosa y esta variante es asociada e incorporada a
los prejuicios existentes sobre la peligrosidad social, delincuencia latente,
marginalidad, violación de menores y pederastias, proselitismo conductual, mala
suerte, acoso sexual a la niñez, colusión con elementos antisociales, con una poca
estabilidad emocional, problemas psiquiátricos, perversiones sexuales y al
contagio de enfermedades de transmisión sexual o epidémicas, que la homofobia social
atribuye injustamente a los homosexuales.
Paradójicamente, evidenciando carencias sustentatorias a nivel
racional, algunos grupos conservadores, fundamentalistas y patriarcales,
esgrimen una ideología biologista heteronormativa y un determinismo dualista que se integra bien con algunas religiones
orientales, pero que es ajeno a nuestra cultura y que contradice las raíces de
su propia concepción religiosa, lo cual es absurdo. Sin embargo, también ha derivado en ataques,
directos o indirectos, contra la transexualidad
y lo que nosotras percibimos como transgeneridad,
que dista mucho de lo que quienes están fuera entienden y por ello nos engloban
dentro de lo que ellos llaman trans. Por ello mismo, en los en los espacios TLGBI,
nuestro colectivo se ha visto atacado en diversos foros académicos, políticos y
sociales de debate por parte de activistas gays misóginos, lesbianas homofóbicas
y por feministas cisgeneristas androfóbicas.*
El ataque ha venido como consecuencia de un nutrido fuego cruzado y como
resultado muchas veces nuestra comunidad ha sido víctima de violencia
física, verbal o mediática, por parte de la termocefalía intemperante de
energúmenos/as incapaces de elaborar un discurso inclusivo que nos permita
aspirar a alcanzar las más elementales normas de convivencia dentro de una
sociedad que se presume civilizada, empezando por reconocer nuestra identidad
para luego incorporar dentro de su mente que nosotras/os también merecemos
respeto.
* Debemos admitir la existencia de la
homofobia, la bifobia, la lesbofobia e incluso transfobia y travestofobia al
interior de nuestro colectivo; porque como tal, éste carece de identidad propia
y corrientemente busca su afirmación denostando cualquier variante ‘no
heterosexual’; de modo tal que, esta posibilidad (mayoritaria por cierto), es
asumida como la única y legítima forma de vida.
El colectivo trans, por lo
general, escasamente informado, se muestra incapaz de desembarazarse y replantear
los prejuicios culturales de la sociedad; reproduciéndolos, para proyectarlos
primero contra las personas transgenéricas, y los travestis que no se adapten a
la hegemonía heteronormativa, y luego contra las otras minorías sexuales que
componen el amplio espectro TLGBI.
La realidad peruana pone sobre el tapete el tema de que, tanto
para la sociedad como para la cultura, las leyes fundamentales del Estado, no
se aplican por igual a todas las personas.
Un viejo aforismo limeño destaca que “todos/as somos iguales, solo que
algunos somos más iguales que otros/as”.
Lo que pinta de cuerpo entero la situación a la que me refiero y que ha
sido reflejada ácidamente por comunicadores de la talla de Rafo León. Esta inaceptable situación, lejos de formar
controversia, es asumida con pasmosa pasividad, indiferencia y fatalismo por la
mayoría de la población peruana; en nuestro caso particular, esto viene a
colación porque nuestro colectivo ha sido marginalizado desde la época colonial
por acción de la Iglesia
y esto ha conducido a que nuestra ciudadanía sea considerada inmoral, no válida
ni plena. El desconocer que las personas
transexuales, las transgénero y las intersexuales existimos como grupo social
específico y diferenciado, con aspiraciones y necesidades diferentes al de los
travestis y agruparnos conjuntamente con el colectivo homosexual o el HSH, como
pretende de modo simplista la ONU,
la OPS y el
Ministerio de Salud, forma parte de una institucionalización transfóbica que
pone en evidencia la estigmatización de nuestro colectivo. Esta realidad, presente en un imaginario
popular desde hace centurias, que pretende negarnos el derecho a existir en
forma plena y autonómica es nuestro peor enemigo; consecuentemente, las
personas transexuales, las transgénero y las intersexuales necesitamos que
nuestra identidad (nombre y género autopercibido), sea reconocida socialmente
como un paso necesario y previo al reconocimiento por parte del Estado. Por cierto, pretender que el Estado se
convierta en uno laico y progresista es actualmente una utopía irrealizable,
pero una meta a lograr en el futuro. No
pretendemos ser anticlericales, porque reconocemos la labor social de la Iglesia, aunque esta no es
desinteresada tampoco; pero si la Conferencia Episcopal
o el cardenal pretenden irrogarse más protagonismo del que actualmente gozan, asumiendo
su papel de cogobernante sempiterno, no nos quedará otra vía que la
confrontación directa con las bases de su fe, la del comportamiento de sus
componentes para minar su papel de liderazgo y no permitiremos que la población
continúe obnubilada por su discurso pastoral que nada tiene de inclusivo, ético
o humanista sino todo lo contrario; la religión oficial tiene al Estado peruano
atado de manos por medio de un Concordato que le permite inmiscuirse, en la
práctica, en la vida política y dictar su
moral con el respaldo de los poderes fácticos aliados a su causa. Esto es grave para nuestro colectivo, por
cuanto aquella no reconoce sus propios errores históricos, oculta y es cómplice
de delitos muy graves; la
Iglesia siempre estuvo ligada al poder de turno, sea cual
fuere el régimen gobernante, con una asombrosa ductibilidad que le ha permitido
sobrevivir dos milenios manteniendo sus privilegios político-económicos. Solo algunas personas con criterio libre de
influencias religiosas podremos percatarnos que en el transcurso del devenir de
los acontecimientos humanos, la institución eclesiástica, siempre ha sido una
rémora del avance social, técnico y científico de los pueblos.
La identidad de género
es algo que va más allá de lo aparente, que a diferencia de lo que se vea desde
fuera, se siente desde dentro. Lo que
pueda yo opinar al respecto, quedará en la esfera de mis pensamientos,
pero al emitir una opinión en estas breves líneas, quiero expresar que nadie
puede saber lo que se siente, viviendo bajo mi piel. Vale decir, ningún juez, prelado o autoridad,
puede opinar ni tampoco determinar sobre lo que yo debo o no pensar, sentir o
expresar, ni mucho menos a quién, cómo y cuándo deba o no amar o si debo o no
formar una familia. Esto es algo que no
se elige conscientemente, tan solo se auto-percibe
y se siente; creo que ustedes estarán
de acuerdo conmigo en que eso va más allá de una simple pulsión freudiana. Es más, me atrevería a sostener que si el mismísimo
Sigmund Freud pudiera enterarse de lo que planteo y aceptara darme la
razón, se daría cuenta inmediatamente que sus teorías psicoanalíticas, y las de
sus adláteres y continuadores que engloban dentro de sí una ideología patriarcal
y falocentrista, aunque renieguen externamente de ella, parten de un misticismo
religioso sumamente cerrado y literalista (en esto no tienen que ver los
traumas ni el concepto de lo aprendido).
La ortodoxia
psicoanalítica carece de base científica para explicar la identidad de
género y el carácter congénito de la sexualidad humana per se. No se puede basar el
diagnóstico de la disforia de género sobre la base del concepto de lo aprendido
o de lo vivido en la crianza o en la educación, peor aún cuando por mucho
tiempo la Psicología
estigmatizó y patologizó la riqueza de su diversidad, sobre la base de
prejuicios decimonónicos; sin embargo, y sin ánimo de entablar discusiones
bizantinas, debemos acotar que cuando la disforia
de género, tiene un perfil ego-sintónico,
la Psicología
encuentra utilidad contribuyendo a reinsertar socialmente a la persona cuando
la persona decide aceptarse, mostrarse tal como es ante su entorno y el cambio
se hace evidente; más no para “cambiar” a la persona tratando de hacerla
encajar a la fuerza dentro de un rol preestablecido o un cuerpo que la propia persona
percibe como extraños a su verdadera naturaleza e identidad. En ese caso la terapia de apoyo resultará necesaria
y fundamental para empoderar a la persona transgenérica, intersexual o
transexual con la finalidad de que pueda enfrentar cualquier clima de
hostilidad que se le pueda presentar como consecuencia. Paradójicamente a lo que sucede cuando una
persona heteronormada decide emprender un proyecto personal, por más
disparatado o arriesgado que este pueda ser, la sociedad siempre tratará de
desbaratar cualquier avance de la persona transgenérica para conseguir obtener
resultados concretos sobre su persona.